Estoy al volante de mi coche en el atasco de entrada a una gran ciudad. Es hora punta. La gente está visiblemente nerviosa. El ambiente es tenso y hostil. Los movimientos, lentos y torpes son incompatibles con la prisa de la mayoría de los conductores. Hay ruido y humo. Todos preferiríamos estar en otro sitio.
Una mujer da un volantazo y un acelerón adelantando a otro turismo de forma imprudente y temeraria. Le corta el paso a un motorista que circulaba correctamente por su carril. Gracias a su pericia el motorista evita en el último momento la colisión con una maniobra digna de un funambulista. Por unos instantes se tambalea de lado a lado. Parece que va a caer, pero consigue mantenerse en pie y recuperar el equilibrio.
Cuando por fin alcanza la estabilidad se gira y mirando para atrás levanta el puño amenazante hacia la señora. Probablemente la está maldiciendo a gritos, palabras que nadie escucha ya que el casco integral y el ruido de los motores amortiguan cualquier sonido que emita.
En esos segundos en que mira para atrás se desvía lo justo para empotrarse contra otra motocicleta que también estaba conduciendo correctamente por su carril. Esta vez caen todos al suelo. Víctimas inocentes de una situación absurda.
Yo pienso: te habías salvado de caer. No era culpa tuya y conseguiste mantener el equilibrio con una pericia y una sangre fría admirables. Pero por girarte a maldecir y protestar te has empotrado contra una pobre pareja que todavía no entienden lo que ha pasado. Y todos habéis caído al suelo. Es el poder de las palabras. Es el poder de la ira. Es el poder de la maldición.
Se levantan sin ningún rasguño físico aparente y siguen su camino. Espero que aprendan la lección. Yo lo hago y me centro en la conducción en vez de distraerme observando accidentes ajenos.
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