Año 1994. En aquella época yo tenía una curiosa afición. Hacía excursiones con mi perro a la montaña, y recogía semillas (mayoritariamente piñones y bellotas) que plantaba en macetas en mi casa. Los regaba y cuidaba con cariño, y cuando crecían un poco los trasplantaba a los bosques que se habían quemado. Desgraciadamente tenía mucho terreno donde escoger.
La propia tarea era bastante dura por sí misma. Los plantaba cuando todavía hacía frío. Cargaba la maceta (normalmente generosa), una pala, agua (para mí, para el perro y para el árbol) i un bocadillo.
Cavaba un agujero muy profundo, más que el tamaño de la maceta. Luego lo volvía a tapar y plantaba el árbol encima. Así sus raíces encontrarían la tierra removida cuando crecieran, y el agua se filtraría mejor. Luego los rodeaba de pedruscos enormes, para identificarlos cuando la vegetación colindante creciera. Era casi un monumento megalítico.
Con el tiempo me convertí en un verdadero experto. Mejores semillas, mejores lugares, mejores épocas, mejor equipo y mejor forma física.
El primer verano era crítico. Muchos morían. Pero con el tiempo y la experiencia un buen número ya lo superaba con facilidad. Otros no conseguía recordar dónde estaban y los perdía para siempre. Un bosque quemado es un desierto, lo verde se ve a millas, pero cuando los matojos crecen el paisaje cambia totalmente y al cabo de unos años ya cuesta orientarse.
Diversificaba en lugares y en especies para garantizar la tasa de supervivencia. Había una norma básica. Lejos de caminos y lugares frecuentados por humanos. Ello me obligaba a sudar la gota gorda cargando los bultos campo a través, y dejaba los bajos de los pantalones tan manchados de la carbonilla de los arbustos quemados que la lavadora no podía con ellos. Es cierto que alguna vez me encontré algún árbol regado o con un palo para que creciera recto que no lo había puesto yo, pero prefería que estuvieran en lugares inaccesibles para evitar atentados. En una ocasión dejé uno la mar de majo al lado de un camino (porque mi espalda me lo indicó así), todo rodeado de piedras para que no lo pisaran y cuando volví otro día me encontré su cadáver incinerado al lado de una colilla de cigarrillo. Los arbustos de alrededor impecables. Sólo quemaron el árbol. Hoy hago yoga y meditación, tengo paz interior y siento amor por todos los seres vivos del Universo. Pero recuerdo que en aquel entonces me cagué en toda la familia del hijo de la grandísima puta que me quemó el bonsái.
Pero el peor enemigo era otro. Tenía algunos árboles que ya levantaban casi un metro del suelo. De los primeros que planté varios años atrás. Y debo reconocer que a esos les tenía un cariño especial. Otro incendio forestal devastó la misma zona por segunda vez y murieron todos pasto de las llamas. Entonces lo dejé.
Yo creo que los árboles son la cosa más sagrada que hay en el planeta. Los adoro. Los amo. Sí, yo soy de los freakies que abrazan árboles en el monte. En la intimidad incluso los beso. Y cuando hay un agujero en la altura adecuada... (¡Es broma!). La verdad es que siento su energía y su vida. Me encanta verlos, fotografiarlos, estar junto a ellos. Son un ser que siempre imparte bondad (oxígeno, humedad, sombra, frutos, refugio, tempera el clima, evita la erosión) a cambio de nada. Sólo suman. Son puro amor. Me encanta cualquier especie, cualquier forma y en cualquier lugar. Me apena cuando los talan, los queman o los hacen sufrir porque creo que ellos sienten el dolor y el miedo, igual que el amor que incondicionalmente siempre nos dan.
Hoy tengo 10 macetas en casa. Tres de ellas ya están germinando. Creo que ha llegado la hora de recuperar las buenas aficiones del pasado.
Vista tu experiencia en el tema, me gustaría me dieras un consejo para aumentar la supervivencia.
ResponderEliminarYo hago lo mismo que tú, salgo al campo a plantar, pero como bien dices los primeros años son muy duros y se pierden bastantes. ¿Qué recomiendas?
Gracias por tu comentario (y gracias en nombre del Planeta por tu actitud).
EliminarLo único que puedo recomendar es visitar los árboles todas las veces que puedas, sobretodo en épocas calurosas, y regarlos. Ello no es garantía, sobretodo si interfiere la mano humana de forma hostil (ver el árticulo del Quercuscidio).
Yo tengo tasas de mortalidad altísimas, cuando se volvió a quemar la zona los perdí absolutamente todos. Hoy entre la sequía y los quercuscidios no me queda casi ninguno.
Pero lo importante es no desfallecer. Si uno sólo sobrevive ya ha valido la pena... y si no sobrevive ninguno... también.
Ricard (así que así te llamás), qué linda iniciativa que has tenido. Buceo de un post a otro y qué hallazgo leerte y encontrar tanta conciencia no solamente en tus palabras, sino también en tus acciones. ¡Te felicito por tu blog! Un abrazo y que sigan los éxitos ;)
ResponderEliminar