Hoy he visto un barrendero. Con su uniforme amarillo reflectante, su escoba y su capazo. Barría la calle con paciencia y pulcritud. Lenta pero concienzudamente. Concentrado. Silencioso. Meditativo.
En principio esto no tendría nada de excepcional. Pero hacía tiempo que no veía uno así. Normalmente van a pares, seguidos de una máquina infernal con dos cepillos giratorios que hace un ruido estremecedor. Supongo que las inventaron para ser más eficientes, para amortizar puestos de trabajo y para barrer más zona en menos tiempo. El barrendero que he visto hoy no contaminaba, no hacía ruido y probablemente sea más lento e ineficiente que esas máquinas, pero yo podía pasar cerca de él sin tener que taparme los oídos y acelerar el paso. No era hostil. No hacía ruido. No estresaba.
Personalmente prefiero que la calle se barra así. Tal vez estará más sucia. Tal vez se tarde más. Pero prefiero pisar hojas caídas que volver a escuchar el estruendo del maldito "cepillos rotatorios". Hablo de hojas porque el resto de porquería entiendo que es cada ciudadano el que debe evitar generarla y arrojarla al suelo. En un mundo ideal, claro. Probablemente comprar y mantener estos trastos y la gasolina que consumen sea más barato que el sueldo de los barrenderos. Pero el coste económico no siempre debe priorizarse, delante de los puestos de trabajo, el beneficio medioambiental y la tranquilidad de los vecinos.
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